martes, 11 de septiembre de 2012
Umbra
La luz de sol, inundada de partículas invisibles, penetró por la ventana de la habitación y golpeó el rostro inexpresivo del durmiente cuya alma, al cálido contacto, se arrastró desde las profundidades del inconsciente para despertar a la realidad de todos los días. Una y otra vez abrió los parpados y la misma cantidad de veces se topó con un muro de penumbra que no le permitió ver más allá de su primer pensamiento del día.
El terror se apoderó de todos y cada uno de sus sentidos. Comenzó como una revoltura en su estómago, que pronto se transformó en una helada sensación que le recorrió la espina dorsal, se extendió a los miembros y se expulsó a si mismo bajo la forma de un helado sudor. Al mismo tiempo, los pensamientos se desbocaron sin orden ni razón con una velocidad pasmosa, aniquilándose entre ellos hasta que sólo quedó una sola idea funesta: me he quedado ciego.
Nadie más había en la casa. Un silencio aplastante se extendía por todos lados, asfixiándo al pobre invidente quien totalmente paralizado en todas sus funciones se hallaba tumbado sobre la cama, llorando en silencio ante su desgracia intensificada por la persistente soledad que al igual que un maligno demonio, se colaba en cada suspiro, alimentándo la desesperación y la impotencia del desgraciado, que totalmente indefenso, pronto intentó vomitar tan colosal desgracia.
Los minutos se transformaron en horas. Las lágrimas se acabaron pronto y tras aquella tempestad de emociones quedó una calma engañosa, una incertidumbre intermitente que sin embargo, aclaró un poco las ideas del ciego. Lo primero que se le ocurrió, fue pedir auxilio. Se levantó de la cama y se puso en pie, buscando sin éxito las sandalias. El frío del piso le pareció terriblemente insoportable. Se quedó quieto un momento, tratando de orientarse en la oscuridad trazando un mapa mental a base de recuerdos imprecisos que lo llevaron directo hacia donde no debía, pues terminó por tropezarse con una silla que casi nunca estaba en el lugar donde la encontró y que lo llevó a impactarse contra el suelo, recibiendo el mayor daño a la altura del estómago, lo que lo dejó sin aire varios angustiosos segundos. No le quedó pues más remedio que intentar arrastrarse hacia donde no sabía y terminó por chocar esta vez contra la húmeda pared de quien sabe cual lado de la sala, la cual parecía extenderse infinitamente hacia cualquier parte. Decidió pues quedarse donde estaba, hasta que algún familiar llegara para prestarle auxilio.
No podía comprender que significaba tal desgracia. Lo meditó, al principio con paciencia, recordándo cualquier indicio que le hubiera presagiado aquel indeseable estado. Indefenso sobre el piso preguntó a Dios en una plegaria qué había hecho para merecer tal situación, y la única respuesta posible fue el eco de sus propios pensamientos sombríos, que le hablaban de muerte, de abandono, de desprecio y de hastío mientras giraban descontroladamente en su interior. Aunque intentó acallarlas, su propia voz, multiplicada en muchas, resultaron ser más fuertes que su voluntad. Sin embargo, una voz desconocida, seca y amenazante se elevó por encima del bullicio y sembró una duda en el corazón. “Dios es el culpable” gritó “él es el único responsable de lo que te pasa”. El miedo dio paso a la ira, un enojo irracional que hizo al ciego maldecir su propia vida. “No te daré el gusto” pensó y con fuerzas renovadas reptó por el frío suelo abriéndose camino con una coraje inusitado.
Llegó a la cocina, la cual reconoció por el aroma a grasa añeja que pululaba en el aire. Reincorporándose con gran agilidad empezó a tentar el comedor y el fregadero, buscando un algo de lo que no estaba seguro. Derribó muchas cosas a su paso, pero estaba fuera de sí, poseído por una sola obsesión, que a su vez estaba sasonada por las mismas voces funestas que lo perseguían a donde quiera que iba. Finalmente, su mano chocó contra una afilada punta de metal. Con las yemas de los dedos, el ciego recorrió el artefacto hasta reconocerlo como un cuchillo.
“Serás una carga para mí” oyó decir a su madre, aunque ésta no se encontraba allí. “Allí tienes el pago de todo lo que has hecho” dijo la agresiva voz. “Ciego por el resto de su vida” se dijo él mismo. Alzó el cuchillo tan alto como su brazo lo permitía y lo dirigió contra si mismo.
Fue todo muy rápido. El filo cortó la carne y le hirió el alma. El dolor, si es que lo hubo, fue un fugaz estremecimiento que lo tumbó de espaldas. La sangre brotó con fuerza y rodeó su cuerpo como un aura maldita. De nueva cuenta, un frío sobrenatural que partía de la herida se extendió por todo su cuerpo y le aturdió el cerebro cauterizando los pensamientos y las ideas funestas. Sólo hubo silencio. Pero no el silencio angustiante de antes. Esta vez era una agradable ausencia de sonidos que lo hacía estar muy en paz. La penumbra que hasta entonces había cubierto sus ojos impidiéndole ver, se fue desdibujándo hasta revelar el mundo a su alrededor. La ironía le golpeó de llenó el rostro y fue lo último que sintió antes de morir.
Fuente: creepypasta.com
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