miércoles, 4 de abril de 2012

El anillo

Honduras 05.12.2008
Jorge Montenegro


-


A las cinco de la mañana comenzó el bullicio en las calles de Tegucigalpa. Don Francisco Espinoza se despedía de su esposa Doña Rosita con un cariñoso abrazo: “Cuida mucho a Leticia, ella es el tesoro más grande que nos ha dado Dios”, le dijo.


La pequeña niña era en verdad un tesoro para aquella familia adinerada de la capital. Don Francisco era un hábil comerciante. Había logrado amasar una fortuna trabajando honestamente y cuando nació la niña fue todo un acontecimiento social.


Leticia fue creciendo, sus padres eran miembros de la iglesia evangélica y la habían educado bajo las normas bíblicas. Asistían periódicamente a su iglesia y la joven daba muestras de su inmenso amor por Jesucristo.


Era muy espiritual y sus compañeras de estudios se burlaban de ella cuando les predicaba, pero finalmente llegaron a respetarla y a consultarle cuando tenían problemas. “Que el espíritu Santo esté con ustedes todos los días de su vida”, les decía.


El clima era excelente, el sol brillaba con toda su intensidad sobre la capital. Leticia recorría las principales calles en compañía de su novio, un joven llamado Daniel, a quien conoció en la iglesia. Tomados de las manos llegaron a La Concordia, el parque maya más lindo de Centroamérica.


Una banda de palomas de Castilla se posó sobre los árboles cercanos y una a una fueron bajando al suelo cuando la muchacha comenzó a arrojarles granos de maicillo. Cuando las palomitas terminaron de comer, Daniel aprovechó la paz que reinaba en el parque para entregarle a su novia una cajita forrada con terciopelo rojo; al abrirla ella se quedó muda de asombro: era un bellísimo anillo de compromiso.


Doña Rosita y su hija esperaban ansiosas sentadas en el sofá de la amplia sala; una llave giró el pomo de la puerta y apareció don Francisco llegando de su trabajo. Al verlas tan serias preguntó: “¿Qué pasa aquí mujeres? ¿Por qué tanto misterio?”. Las dos se pusieron de pie y abrazaron al buen señor: “Mira, papá, Daniel me juró su amor entregándome el anillo de compromiso”, dijo Leticia.


“Estamos muy felices”, expresó doña Rosita, “pronto fijaremos el día de la boda, ¿qué te parece?”. Abrazando a las dos mujeres con infinita ternura, don Francisco manifestó: “Gracias Señor, sabemos que el matrimonio es una bendición tuya y hoy llega a nuestro hogar”.


Acto seguido elevaron una oración de gracias. “Muéstrame bien ese anillo”, dijo don Francisco. “¡Qué belleza hija! Cómo se ve que Daniel te ama, es una verdadera joya”. Mientras cenaban Leticia no dejaba de ver el hermoso anillo de brillantes, señal inequívoca de su compromiso matrimonial con aquel hombre que también amaba a Jesucristo. Estaba tan emocionada que al levantarse de la silla exclamó: “No lo puedo creer papá, me voy a casar con el hombre que Dios escogió para mí”.


En ese instante sucedió algo inesperado, la joven se puso pálida, temblorosa, sus padres se levantaron de sus asientos rápidamente en el instante en que ella estaba a punto de caer.


“Hija, ¿qué tienes? ¡Hija!… Dios santo, ¿qué es esto?”. Cuando el médico de la familia llegó de emergencia en una ambulancia no se pudo hacer nada, Leticia estaba muerta. Amigos, familiares y miembros de la iglesia acudieron a la vela de Leticia, sus ex compañeras de colegio y de universidad estaban ahí presentes lamentando lo sucedido.


El sepelio se programó para las tres de la tarde del día siguiente. La joven se miraba tan linda en el ataúd, la mamá la había maquillado, le puso las manos sobre el pecho y en uno de sus dedos brillaba intensamente el anillo de compromiso.


En el cementerio general hubo llanto y dolor, dos pastores religiosos hicieron uso de la palabra ponderando las virtudes de la difunta. La tarde llegó y al final todo quedó en silencio. Horas después, saltando sobre las tumbas del cementerio, dos hombres que llevaban palas y piochas llegaron hasta la tumba de Leticia y comenzaron a excavar. Pronto llegaron hasta el ataúd y lo subieron con lazos a la superficie, con desatornillador lograron abrir la tapa, admirando la belleza de la recién fallecida.


“El anillo”, dijo Dagoberto, “este anillo vale una fortuna”. “No se lo puedo quitar. ¿Qué hacemos?”, dijo el cómplice. “Aquí no hay de otra que cortarle el dedo para sacar el anillo, déjame eso a mí”. Cuando Dagoberto hirió con su navaja el dedo de la muerta, ésta abrió sus ojos. Con el pánico reflejado en sus rostros, los dos hombres quedaron petrificados. “Ayúdenme, sáquenme de aquí, se los suplico”, dijo Leticia.
Casi a la media noche tocaron a la puerta de la residencia de don Francisco.


Él y su esposa se levantaron presurosos, pensaban que se trataba de algún familiar que no había podido asistir a las honras fúnebres. Doña Rosita se desmayó al ver a su hija acompañada por aquellos hombres. Cuando la señora se recuperó se enteró de la extraña historia, se dieron cuenta que Leticia había sido víctima de un ataque de catalepsia, donde la víctima parece estar muerta.


Los ladrones no fueron denunciados y don Francisco los recompensó, habían salvado la vida de su hija. Extraña historia, ¿verdad? Todo lo relatado fue real y sucedió en Tegucigalpa en 1948.


(Tomado del Diario La Prensa, San pedro Sula, Honduras, CA.)


Fuente: Creepypasta.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario